La Conferencia de Obispos de Francia (CEF, por sus siglas en francés) emitió
un comunicado en el que lamenta “las escenas de escarnio y burla al
cristianismo” durante la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de
París, a la vez que rescata “momentos de belleza, alegría, rico en emociones y
universalmente saludados”. En efecto, la inauguración de los juegos combinó, a
lo largo de excesivas cuatro horas, algunos momentos de belleza muy logrados
-realzados por el escenario de la siempre hermosa capital francesa- con otros
francamente antiestéticos e incluso chocantes en su contenido.
La escena que motivó el comunicado de la CEF es por otra parte absolutamente gratuita, innecesaria, nada tiene que ver con el espíritu olímpico que apunta a la concordia y a la fraternidad universal.
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Es llamativo que, en una ceremonia pretendidamente diversa e inclusiva, y en un evento tan universal como lo son las Olimpíadas, los organizadores hayan dedicado una parte del desfile a intentar ridiculizar a una religión. Y no a cualquiera, sino a la fe de sus mayores, a la religión fundante de la nación francesa. Recordemos que Francia considera al jefe franco Clovis (Clodoveo), como su primer rey. Éste, con su conversión al catolicismo logró imponerse y unificar a diversos pueblos dando nacimiento al Reino franco y a su primera dinastía, la merovingia. Clovis tuvo por principal consejero a lo largo de todo su reinado al obispo de Reims, el futuro San Remigio.
A diferencia de Napoleón, que se ponía al hombro toda la historia de Francia -”De Clovis al Comité de Salvación Pública (Léase Robespierre), me siento solidario con todo”, decía-, el espíritu de buena parte de la elite francesa de los últimos tiempos pasa por la negación de sus raíces cuando no su cuestionamiento.
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Es llamativo el entusiasmo por denigrar a la fe mayoritaria y fundante de los franceses en un país que no ha podido ponerle a una escuela el nombre de Samuel Paty, el docente decapitado por un musulman por haber supuestamente ofendido al Islam. Y el cobarde motivo es, justamente, evitar herir la susceptibilidad de los practicantes de esa fe. Casi un aval al crimen cometido.
Por otra parte, los organizadores de esta inauguración parecen ignorar el rol desempeñado en la concepción de los modernos juegos olímpicos por el fraile dominico Henri Louis Rémy Didon, (1840-1900), creador del lema de los JJOO: “Citius, Altius, Fortius” (“Más rápido, más alto, más fuerte”). El Barón Pierre de Coubertin, fundador de los JJOO de la era moderna, se inspiró en las enseñanzas de este director del colegio San Alberto Magno de París, cuya pasión por el deporte se combinaba con la vocación educativa y que fue uno de los primeros en subrayar la importancia de esta actividad en la formación juvenil. De él tomó la divisa de los JJOO.
Alguien destacó, entre los muchos comentarios que suscitó la grotesca escena, una breve nota de Ferghane Azihari, analista político y ensayista, de familia musulmana, investigador en dos destacados think tanks franceses: el Instituto de Investigaciones Económicas y Fiscales (IREF) y en el Instituto Económico Molinari. Aun reconociendo la “incuestionable proeza técnica” de la ceremonia, Azirahi apuntó contra la manía de ciertos artistas, o pretendidos artistas, de destacarse no por su obra en sí sino por la capacidad de “provocar”.
“Leyendo los comentarios de observadores que se deleitan por ‘haber puesto a los fachos y a los reaccionarios en PLS (impotentes)’, se entiende que para algunos el éxito de una performance artística está en función de su capacidad de asquear y no de convocar en torno a una estética universal”, escribió.
Azihari se preguntó por la concepción del arte que yace detrás de este “placer venenoso de burlarse del prójimo”. También señaló que son más los turistas que vienen a Francia para admirar los cuadros del Louvre que para admirar un árbol inflable en place Vendôme, en alusión a la manía de colocar objetos modernos en ruptura con la armonía estética que caracteriza a París. Y otras ciudades.
“No es por casualidad que, pese a las evidentes dificultades logísticas, nos esforzamos en colocar algunas infraestructuras deportivas en el corazón de nuestros más hermosos monumentos históricos”, dice Azihari, destacando el clasicismo de la belleza perdurable.
“La parodia de la Cena es ‘irreverente’ sólo en la medida en que distorsiona la obra inmortal de Leonardo Da Vinci. ¿Cuál de estas obras quedará en la memoria en cien años?”, pregunta.
De paso, señala que los ecologistas que arrojan salsa de tomate o sopa sobre las obras de arte no lo hacen por ejemplo con las de Marcel Duchamp.
En una gran mesa varias personas disfrazadas de modo extravagante, algunas estilo drag queens, parodiaban “La última cena”, de Leonardo Da Vinci. Una de las obras más clásicas de un tema recurrente en la pintura: la celebración de la Pascua por Jesús junto a sus discípulos, horas antes de ser entregado por Judas a las autoridades.
En las redes, la inclusión de esa escena grotesca y ofensiva hacia la fe católica fue duramente criticada. Inevitablemente muchos coincidieron en preguntarse qué habría pasado si la parodia hubiese tenido por blanco a otra religión, como la judía o la musulmana.
“La Última Cena” es una de las obras más célebres del pintor renacentista, realizada entre 1495 y 1498 en el refectorio del convento de Santa Maria delle Grazie en Milán, Italia. Durante esa cena, Jesús anuncia lo que va a suceder y el pintor refleja en el cuadro las reacciones de los discípulos, de la incredulidad a la desazón.
La escena que motivó el comunicado de la CEF es por otra parte absolutamente gratuita, innecesaria, nada tiene que ver con el espíritu olímpico que apunta a la concordia y a la fraternidad universal.
Es llamativo que, en una ceremonia pretendidamente diversa e inclusiva, y en un evento tan universal como lo son las Olimpíadas, los organizadores hayan dedicado una parte del desfile a intentar ridiculizar a una religión. Y no a cualquiera, sino a la fe de sus mayores, a la religión fundante de la nación francesa. Recordemos que Francia considera al jefe franco Clovis (Clodoveo), como su primer rey. Éste, con su conversión al catolicismo logró imponerse y unificar a diversos pueblos dando nacimiento al Reino franco y a su primera dinastía, la merovingia. Clovis tuvo por principal consejero a lo largo de todo su reinado al obispo de Reims, el futuro San Remigio.
A diferencia de Napoleón, que se ponía al hombro toda la historia de Francia -”De Clovis al Comité de Salvación Pública (Léase Robespierre), me siento solidario con todo”, decía-, el espíritu de buena parte de la elite francesa de los últimos tiempos pasa por la negación de sus raíces cuando no su cuestionamiento.
Es llamativo el entusiasmo por denigrar a la fe mayoritaria y fundante de los franceses en un país que no ha podido ponerle a una escuela el nombre de Samuel Paty, el docente decapitado por un musulman por haber supuestamente ofendido al Islam. Y el cobarde motivo es, justamente, evitar herir la susceptibilidad de los practicantes de esa fe. Casi un aval al crimen cometido.
Por otra parte, los organizadores de esta inauguración parecen ignorar el rol desempeñado en la concepción de los modernos juegos olímpicos por el fraile dominico Henri Louis Rémy Didon, (1840-1900), creador del lema de los JJOO: “Citius, Altius, Fortius” (“Más rápido, más alto, más fuerte”). El Barón Pierre de Coubertin, fundador de los JJOO de la era moderna, se inspiró en las enseñanzas de este director del colegio San Alberto Magno de París, cuya pasión por el deporte se combinaba con la vocación educativa y que fue uno de los primeros en subrayar la importancia de esta actividad en la formación juvenil. De él tomó la divisa de los JJOO.
Alguien destacó, entre los muchos comentarios que suscitó la grotesca escena, una breve nota de Ferghane Azihari, analista político y ensayista, de familia musulmana, investigador en dos destacados think tanks franceses: el Instituto de Investigaciones Económicas y Fiscales (IREF) y en el Instituto Económico Molinari. Aun reconociendo la “incuestionable proeza técnica” de la ceremonia, Azirahi apuntó contra la manía de ciertos artistas, o pretendidos artistas, de destacarse no por su obra en sí sino por la capacidad de “provocar”.
“Leyendo los comentarios de observadores que se deleitan por ‘haber puesto a los fachos y a los reaccionarios en PLS (impotentes)’, se entiende que para algunos el éxito de una performance artística está en función de su capacidad de asquear y no de convocar en torno a una estética universal”, escribió.
Azihari se preguntó por la concepción del arte que yace detrás de este “placer venenoso de burlarse del prójimo”. También señaló que son más los turistas que vienen a Francia para admirar los cuadros del Louvre que para admirar un árbol inflable en place Vendôme, en alusión a la manía de colocar objetos modernos en ruptura con la armonía estética que caracteriza a París. Y otras ciudades.
“No es por casualidad que, pese a las evidentes dificultades logísticas, nos esforzamos en colocar algunas infraestructuras deportivas en el corazón de nuestros más hermosos monumentos históricos”, dice Azihari, destacando el clasicismo de la belleza perdurable.
“La parodia de la Cena es ‘irreverente’ sólo en la medida en que distorsiona la obra inmortal de Leonardo Da Vinci. ¿Cuál de estas obras quedará en la memoria en cien años?”, pregunta.
De paso, señala que los ecologistas que arrojan salsa de tomate o sopa sobre las obras de arte no lo hacen por ejemplo con las de Marcel Duchamp.
En una gran mesa varias personas disfrazadas de modo extravagante, algunas estilo drag queens, parodiaban “La última cena”, de Leonardo Da Vinci. Una de las obras más clásicas de un tema recurrente en la pintura: la celebración de la Pascua por Jesús junto a sus discípulos, horas antes de ser entregado por Judas a las autoridades.
En las redes, la inclusión de esa escena grotesca y ofensiva hacia la fe católica fue duramente criticada. Inevitablemente muchos coincidieron en preguntarse qué habría pasado si la parodia hubiese tenido por blanco a otra religión, como la judía o la musulmana.
“La Última Cena” es una de las obras más célebres del pintor renacentista, realizada entre 1495 y 1498 en el refectorio del convento de Santa Maria delle Grazie en Milán, Italia. Durante esa cena, Jesús anuncia lo que va a suceder y el pintor refleja en el cuadro las reacciones de los discípulos, de la incredulidad a la desazón.