En la ronda de octavos de final, frente a Diyora Keldiyorova, representante de Uzbekistán, Uta Abe fue sorprendida a un minuto de terminar el encuentro con un ippon (un punto en el judo que se logra al derribar al oponente usando una técnica que logra que su espalda dé por completo con el tatami o bien cuando se inmoviliza por 20 segundos al contrincante) que le dio la victoria inmediata a su rival. Y el mundo se le vino encima.
Se llevó las manos a la cabeza mientras su rostro se transformaba en un gesto de incredulidad y desesperación de quien no puede asimilar que todo ha acabado ahí. Y el silencio que por segundos reinó en su boca se quebró para dar paso a un grito desgarrador. Un grito lleno de frustración que sólo quien se ha preparado por tantos años podría entender. Pero eso no impidió que conmoviera a todos. A los ahí presentes y a quienes la veían alrededor del mundo a través de las pantallas.
Mientras se consolaba en el regazo de su entrenador, sin dejar de llorar desconsoladamente, los aplausos y gritos de "¡Uta, Uta, Uta!" llenaron el gigante espacio del Champ-de Mars Arena de París, con un público empático que trataba, sin lograrlo, de consolar a la deportista, a la reina del judo en su categoría, a la campeona mundial cuyo trono ha tenido que ceder en la Ciudad de la Luz.
Ahí, en el sitio del mundo donde las leyendas se forjan en este instante, también es por desgracia la sede donde veremos caer a muchas de ellas, como un capítulo inevitable y un precio a pagar por haber pisado alguna vez el terreno de los dioses. Aunque eso no le quitará jamás a Uta Abe, su lugar en la lista eterna del Olimpo.